lunes, 21 de marzo de 2011

Libros Guapos


Dibujante titular de toda una casa editorial, Alejandro Magallanes le ha dado a Almadía una de los favores más grandes que se le puede hacer a una línea de libros: hacerlos perfectamente reconocibles entre los cientos de títulos de novedades. Aunque evidentemente no es el único responsable de esta imagen singular, sus diseños cubren toda una gama de temas que hacen cada nueva entrega de la casa editorial una espera emocionante sobre las imágenes y colores que se dispondrán para dar la cara de un texto. Lector de cada libro que diseña, no hay ningún patrón más que la calidad pues cada portada refleja rasgos esenciales del contenido que el lector enfrentará después.

Si uno ve el desfile de títulos de esta editorial entenderá de una vez lo que hace un buen diseñador: la conversión del libro en algo físico, en algo noble digno de celebrarse (también) por su superficie.

Aunque para principiantes la apariencia del libro puede encontrarse entre las características secundarias al momento de la elección, el experimentado sabe que una buena portada también habla del cuidado que una editorial ejerce sobre sus producciones. Más allá del asunto de si es bonito o no, la cuestión del exterior ayuda a guiar al comprador en la calidad que consecutivamente presenciará, ya que la labor del diseño no está confinada únicamente a la corteza exterior, si no al resto del libro. Y es muy, pero en serio, muy posible que una mala portada sea una señal de que el resto del contenido estará maltratado, siguiendo la pauta de la primera impresión.

Veamos, el diseño implica: medida de las páginas, el tipo y tamaño de la letra, márgenes, espacio entre líneas, la colocación de títulos, papel, encuadernación, los detalles que construyen una totalidad, imágenes en el momento justo, colores que pueden desvirtuar o potenciar un significado, el empastado que puede hacer durar un libro durante décadas o unos cuantos meses, la pasta, la monotonía de las cornisas, el papel que deslumbra y aquel en que las imágenes están inevitablemente pixeleadas y tamb…….(largo etcétera).

Las ideas del autor vinculadas con un diseño de las letras y del mismo libro son uno de los factores con los que editoriales, diseñadores y autores han jugado durante mucho tiempo, creando ejemplos súblimes (y, mejor aún, desquiciados), de trabajo conjunto. Para muestra

una pequeña recapitulación de Episodios famosos de diseños Librescos

La primera portada de Canto General de Pablo Neruda, pintada por Diego Rivera para la primera edición de ultralujo.

-Los libros misceláneos de Julio Cortázar, (Último Round, La vuelta al día en 80 mundos, Territorios, Silvalandia), seguramente causaron más de un derrame cerebral a sus diseñadores e impresores ,si logran conseguir las reimpresiones que de los primeros dos títulos hizo la editorial RM (basados en el trabajo de Siglo XXI, (orgullosamente mexicano)) serán cómplices de un juego mucho más allá de lo gráfico y lo literario.

- En algún lugar es posible conseguir una versión en francés de los Caligramas de Apollinaire, cuyas letras están organizadas de aceurdo al poema ¿Cómo? Un solitario ejemplo basta: hay un caballo construido con letras.

- Una de esas colaboraciones entre titanes que resultan bien fue la portada diseñada por Diego Rivera para el Canto General de Pablo Neruda, cuya primera edición fue tan limitada que los autógrafos se reservaron para bibliógrafos selectos.

- Dividir o no un libro en varios volúmenes para permitir su portabilidad siempre ocasiona problemas porque muchas cosas están en juego: el precio, la comodidad que ofrece un libro pequeño frente a un ladrillo, y el riesgo de mutilar la continuidad. Uno de esos casos fue el que sucedió con El señor de los anillos de J.R.R Tolkien cuyo propósito fue mantener en un solo libro el total de esta narración; como todos saben, el libro donde están juntas las tres partes es una biblia de digna de todos los elogios

- La historia del Arte de Gombrich, ha perseverado no sólo en los corazones de millones de lectores, sino también durante los cambios de la producción de libros. Editado originalmente cuando el color en los libros era una cuestión de magos, las ediciones más recientes cuentan con la colocación de las láminas de acuerdo al estilo didáctico de su autor, dos listones, y el cariño de toda una generación educada por el sabio enfrentamiento entre el texto crítico y las obras sobre las cuales versa.

El diseño de la cubierta es la apariencia que decidirá si el libro llama la atención o no entre una miríada de ediciones, de ahí que el exterior sea importantísimo, juzgar un libro por su portada es verdaderamente importante.

En estos tiempos en los que se vaticina (con muy poca seriedad) la destrucción del libro como artefacto, surge una nueva práctica: el diseño del libro por el diseño. Si se introducen a las páginas principales de Juniper Books presenciarán una pléyade de armazones para libros que están hechos de acuerdo, no al tema del libro, ni a las directrices de una editorial; estas cubiertas hermosas están hechas, como si fueran vestidos de diseñadores exclusivos, para satisfacer el criterio de sus clientes.

Esta nueva práctica lleva al límite el concepto del libro al convertirlo en un objeto personalizado en los detalles mínimos, creando con él estantes uniformes como adoquines. La gran paradoja es que el libro deja de ser un objeto para leer, y se hace un fetiche: “Mientras los objetos son remplazados por contrapartes virtuales y digitales –desde grabaciones de sonido y libros, hasta álbumes e incluso el dinero- observamos cómo la gente fetichiza el objeto físico. Los libros se tornan accesorios decorativos, por ejemplo, y las portadas de los álbumes en arte”

Para finalizar, les dejo el artículo al que pertenecen este último extracto y la foto que adorna esta entrada y que se llama “Vendiendo un libro por su portada”:

http://www.nytimes.com/2011/01/06/garden/06books.html?pagewanted=1&sq=book%20by%20its%20cover&st=cse&scp=1

Los Zapadores de letras.

En uno de los últimos capítulos de los Simpsons se habla de la inutilidad de reconocer a una sola persona, digamos al director de una película, por la labor entera que representa producir una obra. Hay muchos huecos argumentales en la página de derechos y datos bibliográficos de los libros, muchas historias no contadas del camino entre el ensamblaje mental de un libro y su concreción, valga la redundancia, material. Uno de los más inadvertidos es el corrector de estilo, trabajador incansable y esencial, como aquellos que limpian nuestras ciudades y sus interiores (o sea, los encargados de la basura y las cañerías, oficios en los que nadie quiere acabar pero indispensables para el funcionamiento de nuestras sociedades).

Lejos de ser únicamente una derivación ortográfica, el corrector de estilo comparte, junto a los traductores, un lugar oscuro en el proceso editorial. Trabajador de detalles, su tarea no se asume como una de las protagonistas; lejos de las luces que iluminan a los escritores y editores como responsables de una publicación, los correctores tienen por delante un trabajo lento y enorme. La síntesis es como viene: si el trabajo del corrector se llegara a notar – una ineptitud en la gramática o un dedazo al final de la edición- todo lo demás estaría perdido, su misión es hacer que el texto aparezca límpido y sereno pero en silencio; prevenir, no apagar los incendios.

He aquí una de las líneas de reflexión. Se ha llamado a las erratas, y a los demás errores en los que hunden sus instrumentos los correctores, un obstáculo epidérmico, algo más que pulgas a lo largo de las líneas de letras. Pero debemos considerar que para el lector puede ser desesperante salir al entuencro de belezas cómo las que agora escrivo.

El rigor del corrector de estilo no se reduce a su obsesiva búsqueda y cacería de errores tipográficos. La lectura de Camilo Ayala Ochoa y Alejandro Zenker sobre este oficio nos ofrece una nueva conceptuación de la tarea del corrector. No sólo son los podadores de errores, también son aquellos lectores atentos que descubren en la estructura de un libro, esto es, el pensamiento de un autor, las fisuras que sin corrección podrían derivar en casos fatales de descalificación (baste para ejemplificar la novela Paradiso de Lezama Lima, cuyas primeras “críticas literarias” se redujeron a un enumeramiento de sus erratas)

De entre los muchos oficios que caben en el mundo editorial, el del corrector es heroico porque normalmente no alcanza el júbilo de la fama. Como todo acto de abnegación, tal vez sólo quede el consuelo de un crecimiento interior: el saber espiritual de que uno hizo una buena labor para un mundo que nunca se acordará de su participación en el orden de las cosas. Y tal vez así deba marchar por siempre, en el fondo, sosteniendo con dignidad la fluctuación de las palabras, de las legendarias y las que no lo son.

Crónica de una cacería malhadada de libros.


Los mercenarios que somos nosotros, unos estudiantes sapientes de las altas tarifas en la Feria del libro del Palacio de Minería, lo único en lo que pensamos es “cómo transar” a los exhibidores. Les diré el por qué: nunca son suficientes los descuentos de universitario ni las subvenciones, tampoco os libros de viejo ni las tomadas de pelo a los libreros inexpertos, y tampoco el hecho de que están regalando Revistas de la Universidad de México (las cuales yo compré sin imaginar que alguna vez serían rematadas con esta vileza); pero antes de relatar eso, el principio.

El profesor Juan José nos explica que esta es una de las más antiguas y tradicionales de nuestro país, lo cual me llena de gran alegría ya que nunca aprendí a leer los números romanos ¡Qué estúpido! ese dato tan importante me cruzó por el frente de la nariz durante mucho tiempo entre carteles ilustrados por pintores (este año la imagen es una niña hecha de colores fríos que toma con horror su rostro porque al parecer tiene que leer, pintada por Fransisco Toledo), y tuve que esperar hasta hoy para, al menos, elucidarlo. Muy mal.

En fin, todo estamos reunidos, imitando las excursiones escolares de la infancia, esas que eran durante las horas de clase y que nos sabían a vacaciones, sólo que esto es distinto: ninguno de nosotros lleva uniforme (y como se verá en el desarrollo de esta historia) ni la voluntad de conglomerarse ¿ese verbo existe? Bueno, la cosa es que la desbandada comenzó poco después de que Juan José nos contó los pormenores de Editorial Era con ayuda de una de las exhibidoras.

De regreso al tiempo presente, estamos todos observando uno de los stands en los que está Selector y sus libros sobre esoterismo, suerte, filosofía del Doctor House, cocina dietética y ya comienza el cisma. Apenas estamos subiendo la segunda tanda de escalones que dan al piso de arriba y perdemos a nuestro guía porque uno de los amigos viene corriendo para informarnos presurosamente que hay libros de Ibargüengoitia empastados y en ¡40 pesos!

Ahora sí comienza la cacería de libros que el título prometía. Santa madre.

Separado irremediablemente de mi grupo de Planeación editorial, recorro algunos pabellones con algunos aliados que van y vienen entre el meollo de multitudes. Estoy en eso cuando me llaman los colores y el olor a madera de la sala dedicada a los libros de Peña Nieto (llámese también Edomex), y veo como una pareja incapaz de hallar mejor lugar se introduce en la parte atrás de los estantes para fajar. Los envidio tanto que me largo de ahí indignado porque no se me ocurrió a mí.

Después el curso lleva a Alfaguara, al de Proceso, a las de Planeta, a Gedisa, otra vez a Era, y todos ellos sendas decepciones porque, a pesar de la calidad de sus títulos, la etiqueta del precio no satisface los objetivos de nuestra cacería. Debo decir ahora que la cacería no implica presas baratas pero deleznables, sino capturar especímenes de la mejor casta a precios irrisorios.

Pero quienes se ríen son otros: cuando llegamos a la sala de Anagrama/Siruela/Trotta/RBA/Gredos, también englobables bajo el nombre de su distribuidor que se llama Colofón, vemos cifras que se burlan de nuestra empresa, libros tan suculentos y frutales que se alejan de nuestros empeños. Por eso, no queda más remedio que exclamar nuestra soledad con una revancha, y proferimos gritos que alarman el buen entendimiento de nuestros vecinos: “¡están retroemputantementecaros, esto es una ofensa a la clase proletaria!”, y para culminar nuestra desesperación arrojamos con desdén el ejemplar. Con mis amigos huyo del lugar, dejando en claro que no vale la pena gritar maldiciones cuando los responsables de tales precios no están presentes.

En busca de más novedades editoriales a precios “justos”, llegamos a Siglo XXI, lugar donde me entero de que robar libros en la de Minería es más fácil de lo que parece. Esto me lo dice una amiga que es sofísticamente confiable, pero mi tentación de cometer crímenes contra los libros se desvanece cuando encuentro ¡por fin!, unas ofertas en la mesa de literatura en la que están posadas las obras completas de Alejo Carpentier.

Envalentonado por esta conquista efímera vamos a buscar qué capturar. La lista de nuestras victorias es tan corta que no vale la pena detallarlas individualmente: unas algarabías al precio de la lluvia (como dicen en Portugal), o sea, bien varatas de a 10; y un libro de Maupussant de la Universidad de Puebla.

A eso se redujeron cinco horas de marchar entre weyes de secundaria que al parecer no sabían que eran todos esos objetos rectangulares y con letras, columnas impenetrables de transeúntes, intelectuales de izquierda, maduros con pinta de profesores que presumían sus bolsas atestadas y por supuesto, nuestros dispersos compañeros de clase.

Baste decir que el día culminó casi como empezó: con las mochilas aspirando a enchirse de libros.

domingo, 6 de marzo de 2011

Justo la soga necesaria en el cuello o el placer de ser editor.



El texto acerca del desarrollo editorial, por todas las desventuras que cuenta -los riesgos a tomar, el capital no asegurado, el prestigio en juego, y la ética del trabajo bajo presión- me recordó inmediatamente otro tipo de actos públicos como lo eran los concursos de pintura en la Francia del siglo XIX.

Pues bien, la imagen que corona (verbo caprichoso) este blog es un grabado de Mychard en el que figura un sótano de cuadros rechazados. Las larguísimas hileras de marcos, y el solitario archivador nos dan una imagen de todo aquello que se queda en el camino de la fama, en el purgatorio; porque ni siquiera son sujetas a la crítica despiadada, lo cual, bien visto, también es un honor.

Del mismo modo que siempre ha habido cosas muy bien o mal pintadas, que nunca serán puestas a los ojos del público, una breve descripción del quehacer editorial nos cuenta acerca del destino de las cosas que nunca debieron escribirse.

El buen editor, la idea del libro; qué difícil sumergirse en el mar de los rechazados potencial para extraer una obra digna de arriesgar el pellejo. Durante muchos años se ha hablado de lo mal pagado que es el escritor, pero así como dicen; hay a quienes les pagan por escribir, y otros que pagan para poder escribir.

La diferencia entre una editorial y una vil impresora, explica el buen Vicente Leñero a todos los escritores que están desesperados por ser publicados, es que la impresora sólo sirve como estos establecimientos en donde se ejecutan las tesis. El autor de Los periodistas refiere: no dejes que tu obra salga en un sello de malamuerte, tal cosa sirve solamente para manifestar el grado de insolencia de un jovencillo dispuesto a jugarse el prestigio en, digamos, “las ediciones del Papagayo” (ver el fabuloso cuento de Jorge Volpi, Ars poetica, para darse una idea del destino patético de los escritores).

La editorial, en cambio, es un lugar sofisticado: filtros de calidad, consejos editoriales, diseñadores, correctores, impresores, y todo un ejército abocado a la publicación de un libro que puede demostrar su valor o convertirse en un fardo inenarrable.

Por eso, la idea que ronda durante todo el proceso de la edición es el de la Estrategia. Sin que nadie lo tenga que repetir, esta profesión es la de avizorar el ojo y no cejar en el empeño de descubrir una oportunidad entre todos los rechazados. Consultores, la decisión correcta. Y estas decisiones pueden ser desde las más acertadas y facilonas, como por ejemplo, publicar un bestseller ya probado en otros países; o lo que con justicia se nombra como Las locuras del año (un libro cuyas perspectivas son nulas en el contexto de un mercado que tal vez no lo recibirá, y una casa sin dinero para experimentos).

Hay quien dice que las mejores ideas que el ser humano puede concebir son irreductibles a una secuencia de letras. Esa injusticia y pesimismo pertenece a los cínicos malditos (esto es un cumplido) como H.L. Mencken. Por mi parte, esa retórica de “La vida no tiene sentido” se nulifica cuando vemos la bella edición en la que esta contendía: el último número de la revista Crítica, publicada por la Universidad Autónoma de Puebla, todo un logro del contenido y la forma.

El trecho que va del manuscrito a la mesa de novedades es de lo más tortuosos; y cuántas personas y libros y editoriales han sucumbido al atravesarlo, eso sólo lo sabe el señor que organiza el cementerio de los rechazados.