En uno de los últimos capítulos de los Simpsons se habla de la inutilidad de reconocer a una sola persona, digamos al director de una película, por la labor entera que representa producir una obra. Hay muchos huecos argumentales en la página de derechos y datos bibliográficos de los libros, muchas historias no contadas del camino entre el ensamblaje mental de un libro y su concreción, valga la redundancia, material. Uno de los más inadvertidos es el corrector de estilo, trabajador incansable y esencial, como aquellos que limpian nuestras ciudades y sus interiores (o sea, los encargados de la basura y las cañerías, oficios en los que nadie quiere acabar pero indispensables para el funcionamiento de nuestras sociedades).
Lejos de ser únicamente una derivación ortográfica, el corrector de estilo comparte, junto a los traductores, un lugar oscuro en el proceso editorial. Trabajador de detalles, su tarea no se asume como una de las protagonistas; lejos de las luces que iluminan a los escritores y editores como responsables de una publicación, los correctores tienen por delante un trabajo lento y enorme. La síntesis es como viene: si el trabajo del corrector se llegara a notar – una ineptitud en la gramática o un dedazo al final de la edición- todo lo demás estaría perdido, su misión es hacer que el texto aparezca límpido y sereno pero en silencio; prevenir, no apagar los incendios.
He aquí una de las líneas de reflexión. Se ha llamado a las erratas, y a los demás errores en los que hunden sus instrumentos los correctores, un obstáculo epidérmico, algo más que pulgas a lo largo de las líneas de letras. Pero debemos considerar que para el lector puede ser desesperante salir al entuencro de belezas cómo las que agora escrivo.
El rigor del corrector de estilo no se reduce a su obsesiva búsqueda y cacería de errores tipográficos. La lectura de Camilo Ayala Ochoa y Alejandro Zenker sobre este oficio nos ofrece una nueva conceptuación de la tarea del corrector. No sólo son los podadores de errores, también son aquellos lectores atentos que descubren en la estructura de un libro, esto es, el pensamiento de un autor, las fisuras que sin corrección podrían derivar en casos fatales de descalificación (baste para ejemplificar la novela Paradiso de Lezama Lima, cuyas primeras “críticas literarias” se redujeron a un enumeramiento de sus erratas)
De entre los muchos oficios que caben en el mundo editorial, el del corrector es heroico porque normalmente no alcanza el júbilo de la fama. Como todo acto de abnegación, tal vez sólo quede el consuelo de un crecimiento interior: el saber espiritual de que uno hizo una buena labor para un mundo que nunca se acordará de su participación en el orden de las cosas. Y tal vez así deba marchar por siempre, en el fondo, sosteniendo con dignidad la fluctuación de las palabras, de las legendarias y las que no lo son.
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