
El texto acerca del desarrollo editorial, por todas las desventuras que cuenta -los riesgos a tomar, el capital no asegurado, el prestigio en juego, y la ética del trabajo bajo presión- me recordó inmediatamente otro tipo de actos públicos como lo eran los concursos de pintura en la Francia del siglo XIX.
Pues bien, la imagen que corona (verbo caprichoso) este blog es un grabado de Mychard en el que figura un sótano de cuadros rechazados. Las larguísimas hileras de marcos, y el solitario archivador nos dan una imagen de todo aquello que se queda en el camino de la fama, en el purgatorio; porque ni siquiera son sujetas a la crítica despiadada, lo cual, bien visto, también es un honor.
Del mismo modo que siempre ha habido cosas muy bien o mal pintadas, que nunca serán puestas a los ojos del público, una breve descripción del quehacer editorial nos cuenta acerca del destino de las cosas que nunca debieron escribirse.
El buen editor, la idea del libro; qué difícil sumergirse en el mar de los rechazados potencial para extraer una obra digna de arriesgar el pellejo. Durante muchos años se ha hablado de lo mal pagado que es el escritor, pero así como dicen; hay a quienes les pagan por escribir, y otros que pagan para poder escribir.
La diferencia entre una editorial y una vil impresora, explica el buen Vicente Leñero a todos los escritores que están desesperados por ser publicados, es que la impresora sólo sirve como estos establecimientos en donde se ejecutan las tesis. El autor de Los periodistas refiere: no dejes que tu obra salga en un sello de malamuerte, tal cosa sirve solamente para manifestar el grado de insolencia de un jovencillo dispuesto a jugarse el prestigio en, digamos, “las ediciones del Papagayo” (ver el fabuloso cuento de Jorge Volpi, Ars poetica, para darse una idea del destino patético de los escritores).
La editorial, en cambio, es un lugar sofisticado: filtros de calidad, consejos editoriales, diseñadores, correctores, impresores, y todo un ejército abocado a la publicación de un libro que puede demostrar su valor o convertirse en un fardo inenarrable.
Por eso, la idea que ronda durante todo el proceso de la edición es el de la Estrategia. Sin que nadie lo tenga que repetir, esta profesión es la de avizorar el ojo y no cejar en el empeño de descubrir una oportunidad entre todos los rechazados. Consultores, la decisión correcta. Y estas decisiones pueden ser desde las más acertadas y facilonas, como por ejemplo, publicar un bestseller ya probado en otros países; o lo que con justicia se nombra como Las locuras del año (un libro cuyas perspectivas son nulas en el contexto de un mercado que tal vez no lo recibirá, y una casa sin dinero para experimentos).
Hay quien dice que las mejores ideas que el ser humano puede concebir son irreductibles a una secuencia de letras. Esa injusticia y pesimismo pertenece a los cínicos malditos (esto es un cumplido) como H.L. Mencken. Por mi parte, esa retórica de “La vida no tiene sentido” se nulifica cuando vemos la bella edición en la que esta contendía: el último número de la revista Crítica, publicada por la Universidad Autónoma de Puebla, todo un logro del contenido y la forma.
El trecho que va del manuscrito a la mesa de novedades es de lo más tortuosos; y cuántas personas y libros y editoriales han sucumbido al atravesarlo, eso sólo lo sabe el señor que organiza el cementerio de los rechazados.
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